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La Antártida o cuando tocar los cojones a los pingüinos se vuelve estratégico

Pareja de pingüinos rey
Los pingüinos, con sus andares torpes sumados a su curioso plumaje blanco y negro, que le dan un aspecto cómico y entrañable, desde siempre han sido uno de los animales que más simpatías se han granjeado entre pequeños y grandes. Esta simpatía, que ha hecho que, a pesar de vivir en los fríos y lejanos mares antárticos, sean especialmente cercanos y queridos para todo el mundo, los ha hecho un blanco fácil de todo tipo de estudios e investigaciones científicas; más que nada porque siempre es más fácil despertar la curiosidad por un ave atractiva que por un bicho repelente. Con todo... ¿qué es lo que puede llevar a unos investigadores a tocar lo que no suena a una tranquila colonia antártica de pingüinos, haciendo ruidos de más de 100 dB durante 80 días cada 5 horas? Pues aunque le pueda parecer mentira, la política geoestratégica de las potencias mundiales está detrás de esta tontería. Si me permite unos minutos, intentaré explicárselo.

Simpáticos y útiles
Estudiar el mundo que nos rodea es, desde el punto de vista ecologista, imprescindible para poder conocer todas las relaciones -muchas de ellas inauditas- que existen en el planeta y que afectan directamente a nuestras vidas. Es en el pensamiento de que solamente podemos amar lo que conocemos que los estudios científicos se demuestran básicos para poder aprovechar los recursos que necesitamos obtener de nuestro entorno a la vez que aseguramos la protección de la fauna, flora y sus ecosistemas. Ecosistemas que, con el cambio climático, están siendo directamente afectados por la actividad humana, tal y como pasa en los ambientes polares, lo que les lleva a ser el objetivo de un sinfín de experimentos e investigaciones encarados a monitorizar la influencia del ser humano en el planeta. Aunque, en el caso de la Antártida, con más de 80 bases científicas, tanta preocupación por su entorno resulta, como mínimo, llamativa.

Antártida y zonas subantárticas
Durante los primeros años del siglo XX, la Antártida pasó a ser la última zona inexplorada del planeta, por lo que todas las potencias mundiales hicieron ingentes esfuerzos para poder ser los primeros en poder poner el pie en los nuevos territorios que se descubrieran. No tan solo por el honor de haber sido los primeros (que siempre es un plus) sino porque ello les daría derechos territoriales posteriores una vez que se conocieran las posibilidades que se escondían bajo los inmensos casquetes glaciares antárticos.

De esta forma, la Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos, la Unión Soviética, Noruega, Argentina, Chile, Australia y Nueva Zelanda (entre otros) empezaron una pugna por los derechos territoriales que se volvió tanto más dura en cuanto que las dos guerras mundiales destaparon la importancia estratégica de la Antártida a nivel planetario. Sin embargo, tantas reclamaciones había, tantos eran los follones (algunos armados) que se derivaban de las reclamaciones territoriales y tan pocas eran las ganas de liarla en un período ya demasiado convulso como era el de la Guerra Fría que, al final, decidieron que lo mejor sería dejar los territorios por debajo del paralelo 60 como tierra de nadie.

Tanto interés "científico" abruma
Así las cosas, en 1959 se firmó lo que se dio a llamar el Tratado Antártico, en el cual, 12 países se pusieron de acuerdo en transformar los territorios antárticos en un fideicomiso en que los países litigantes se comprometían a utilizar la Antártida sólo con fines meramente pacíficos, dedicando el paraje a la investigación científica. El tratado, que en la actualidad ha sido firmado por 52 países aunque sólo 29 tienen poder decisorio, entró en vigor en 1961. Aunque con un sutil detalle: sin perjuicio de los derechos territoriales reclamados por cada uno, los cuales simplemente quedaban congelados. Y aquí reside el quid de la cuestión.

Ubicación del Polo Sur (2009)
Esta nueva situación significaba que, si bien las reclamaciones de cada uno no se anulaban sino que quedaban en suspenso, durante el tiempo que dure en vigor el Tratado Antártico, aunque estarían prohibidas las ocupaciones militares o colonizadoras, sí se permitirían la instalación de bases destinadas a fines científicos. Y allí que se liaron a poner bases de investigación científica como si no hubiera un mañana porque, como se dice en catalán “A casa d'en Bernat, qui no hi és, no hi és comptat” (En la casa de Bernardo, quien no está, no está contado).

Hasta España se ha apuntado
De este modo, todos los países que pretenden tener alguna opción en la Antártida cuando el Tratado Antártico se levante, han de poder justificar su presencia de alguna forma, por lo que los experimentos y estudios científicos se han vuelto claves para preservar intactas las opciones futuras y, a su vez, asegurar la posesión de las tierras que se encuentran en las cercanías del continente helado. El único inconveniente es que, tal es la necesidad de los gobiernos de que se hagan estudios científicos del tipo que sea en aquellas bases que, a veces, el listón de filtrado de la calidad de los experimentos que justifiquen la inversión ante la opinión pública se ha de bajar estrepitosamente, como lo han podido comprobar los pingüinos de la francesa Isla Possession, en el archipiélago de las Cruzet, a tiro de piedra de la Antártida.

Un pastel muy codiciado
Vaya por delante que estudiar el impacto del ser humano en el entorno, siempre es algo muy interesante (ver Lago Vostok, el inmenso lago bajo el hielo de la Antártida) aunque, claro, cuando los resultados que vas a sacar te los sabe predecir cualquier niño de primaria desde su casa, hacer según qué experimentos lo único que pueden hacer es que se te vea el plumero a la legua. Y aquí no es que se viera el plumero, sino que parecía la cola de un pavo real desplegada.

En 2011, cuatro investigadores de la universidad de Estrasburgo dedicaron tres meses a estudiar cómo afectaban las actividades humanas en una colonia de pingüinos rey que se encontraban en las inmediaciones de la base Alfred Faure de la isla Possession. Hasta aquí, pudiera parecer todo normal, pero la cosa comienza a torcerse cuando vemos lo que pretenden investigar: ver si los pingüinos se alteran cuando los molestan. La metodología, ya les aviso, que parece sacada de un chiste de Jaimito.

Con lo tranquilos que están ellos...
El estudio implicaba coger a 20 parejas reproductoras (es decir 40 individuos), colocarles unos aparatos de unos 100 g de peso en la espalda con los cuales medirles la presión sanguínea y unas bandas de plástico en las alas para distinguirlos a una cierta distancia. Una vez equipados, 10 de estas parejas escogidas serían instaladas cerca de la base y las otras 10 en una zona, de la misma colonia, pero más alejada de las actividades humanas de la base. Una vez cada pareja ubicada, comenzaba la “investigación”.

Científicos, pero con la banderita
Los investigadores, a partir de entonces, se dedicaban a someter a la colonia (ergo a los individuos monitorizados) a 3 tipos de estímulos “estresantes”. Primero uno de “baja intensidad” que se trataba de estarse de pie durante un rato a unos 10 metros de la colonia, después uno de “media intensidad” consistente en coger dos tubos de metal y golpearlos entre ellos tres veces (produciendo un sonido de 102 decibelios), y una última de “alta intensidad” que consistía en cazar a los individuos marcados, ponerles una capucha e inmovilizarlos durante tres minutos. Todo ello repetido de forma aleatoria cada 5 horas, durante 80 días.

Mapa de las islas Crozet
Imagínese el papelón de los pingüinos. Un tío que se pone allí a lo lejos, se está un rato y se va; un tío que viene y empieza a hacer un ruido del copón durante tres segundos y otro que viene a pillarte. ¿Cual le alteraría más a usted? Los resultados, efectivamente, fueron concluyentes: los pingüinos se alteraban poco o nada con los estímulos de baja y media intensidad (a los cuales se llegaban a acostumbrar), mientras que se alteraban ¡y mucho! cuando los “cazaban”. ¡Ole la investigación científica!

El que se mueva, no sale
La idea, según el equipo investigador, era simular la visita de turistas, la actividad normal de la base y las actividades de reconocimiento de los biólogos, para ver cual era el nivel de estrés de la colonia de pingüinos rey para, de esta forma, estudiar el grado de molestias que hace la actividad humana en un ambiente prácticamente virgen. Aunque, claro, el nimio detalle de que la base Alfred Faure está ubicada donde está desde el año 1962, y que la colonia formada por miles de pingüinos llevaban ¡50 años! soportando la actividad humana -por lo que el mismo experimento se podía haber hecho en una granja de ocas cualquiera de la Dordoña- no fue tomada en demasiada consideración. Al fin y al cabo, lo de menos es lo que se estudia en aquella base, sino que aquella base estudie.

En definitiva que, en el contexto de la Antártida, la investigación científica se ha convertido en la nueva forma de colonizar territorios incluso antes de que estos estén disponibles a la libre colonización. Por una vez y sin que sirva de precedente, el conocimiento general del ser humano se está beneficiando directa o indirectamente de la ambición de poder sin límites de las grandes -y no tan grandes- potencias mundiales, aunque, para su desgracia, se tenga que tocar los cojones cada 5 horas a los verdaderos propietarios de aquellas tierras australes: los pingüinos.

La base Alfred Faure y su colonia de pingüinos rey

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